sábado, 27 de agosto de 2016

Terencio y D. Eustaquio

Era Terencio el quinto, y último, hijo de una de las familias llamadas “sencillas”, por no llamarlas pobres, que tenían su humilde morada de alquiler en los valles navarros enclavados en las estribaciones de los Pirineos. Valles de costumbres recias y fuertemente arraigadas y espléndidos paisajes en cualquiera de las estaciones.
Terencio había disfrutado de una buena educación formal. No porque su familia habría invertido numerosos recursos en proporcionársela sino por la bondad y magnanimidad de Doña Antonia que había dejado todos sus bienes para educar y llenar el estómago de los más pobres del valle. Era la envidia de los valles del pirineo porque al menos una vez al día los estómagos recibían una dosis de “calor digestivo” y porque todos los menores, sin excepción podían acceder a la cultura. Tan solo las familias tenían que hacer un esfuerzo, a veces no pequeño: debían comprometerse a que sus pequeños fueran dos veces a la semana por lo menos a las clases previstas y dejaran el cuidado del ganado u otras labores encargadas a los más pequeños de las familias menos pudientes.
De hecho, Terencio era uno de los distinguidos asistentes a la escuela, no solo porque asistía con bastante regularidad sino porque aprovechaba el tiempo en ella y era considerado como uno de los aventajados del grupo. Las materias sobre las que se hacía hincapié no eran otras que aquellas que mínimamente aseguraban un mejor futuro a aquellas generaciones y en aquel ambiente. Lecciones para aprender a leer de manera ágil, principios de contabilidad mínima aplicada a la economía familiar, veterinaria básica, composición y manejo de las herramientas y las técnicas utilizada en la selvicultura,… Asuntos relacionados con la supervivencia diaria. Para asuntos más técnicos y profundos había que asistir a otras escuelas a las que no todos los chavales tenían el privilegio de poder acudir.
Sí es cierto que al tratarse de una zona acostumbrada a convivir con el contrabando y el trapicheo con las localidades de la otra parte de la frontera natural y política que suponían los Pirineos se cuidaba unas nociones mínimas de las tres lenguas necesarias para el entendimiento con los vecinos: el euskera, el castellano y el francés. Francamente, no se aprendían las lenguas pero sí se aprendía a chapurrear lo suficiente como para entenderse. Suficiente.
Y fue voluntad de Doña Antonia que en esa escuela fuera mimada la educación religiosa y cuidada la dimensión espiritual de la persona desde pequeños. El párroco del pueblo, o el sacerdote organista, tenía un puesto importante en la escuela y dedicaba algunas horas semanales a la atención de quienes acudían a la escuela del pueblo. Se impartían clases magisteriales sobre el componente religioso de todas y cada una de las actividades de las personas, impartían la llamada “doctrina”, introducían el latín como lengua de relación con Dios y, de paso, aprovechaban también ellos para llenar la tripa que para todos eran tiempos de estrecheces.
En este ambiente sencillo, muy sencillo, vivía Terencio con la alegría propia de un chaval de su edad aunque también con las limitaciones propias de aquellos tiempos que hoy nos horrorizan pero que entonces... Era un chaval de su pueblo, de su edad, de su condición pero, ante todo, un chaval. Alegre, inquieto, amigo de sus amigos y curioso ante todo lo que se movía a su alrededor. Un chaval más, con unas alpargatas un poco peores que los de sus compañeros de tropelías pero querido por todos porque siempre tenía algo que aportar al grupo de chavales que recorrían todas las esquinas del pueblo.
Estaba comenzando la primavera, y sin saber nadie muy bien por qué, Terencio cambió de proceder. De ser un chaval jocoso y turbulento en el pueblo pasó a no querer participar en la imprescindible búsqueda de los nidos a vigilar durante el verano ni a jugar a “primis” en el frontón del pueblo, ni… Pasaba demasiado tiempo solo en los soportales del ayuntamiento en lugar de estar con el grupo de chavales haciendo correr el aro por los adoquines de la cuesta de la panadería. Había muchos días que ni salía de su posada familiar aduciendo que debía realizar trabajos nunca mandados ni por sus progenitores ni en la escuela o que tenía dolores de tripas que le impedían ir a corretear entre calles o… Siempre encontraba motivos para encerrar su tristeza entre las humildes paredes de su casa.
Tristeza de Terencio que, como sucede en todos los pueblos, no fue obviada por los demás vecinos y de ser un asunto conocido por los chavales del pueblo pasó a ser comentario en todas las casas, en la espera del fresquero que se acercaba un día a la semana o del afilador que anunciaba su llegada con la llamada característica. Todo el pueblo sabía, y comentaba, que a Terencio le pasaba algo raro. También en casa le encontraban diferente a pesar de los esfuerzos del chaval por hacer una vida familiar lo más parecida a la que hasta hacía un tiempo había sido habitual. Y, por supuesto, también D. Eustaquio, el cura del pueblo, le encontraba diferente en los encuentros de catequesis para preparar la primera comunión.
Era tan evidente la tristeza que varias vecinas le pidieron a D. Eustaquio que parloteara con aquel chaval querido por todos. Y así fue. Aprovechando que le tocaba impartir la clase semanal en la escuela, D. Eustaquio llamó aparte a Terencio y le preguntó por su pesadumbre. En un principio, el chaval quiso zafarse de la interrogación pero al final, y con la expresividad propia de sus años, Terencio le expresó que el origen de su cambio de estado de ánimo se debía a que por mucho que miraba no encontraba Dios por ninguna esquina y eso que había oteado todos, absolutamente todos, los rincones de casa y  del pueblo. Mucho hablar de Dios en la catequesis, en las misas dominicales y en la escuela pero… Dios no aparecía por ningún lado y si era tan importante como escuchaba en todos los sitios, y a todas las personas que él quería,… él no podía perderse conocer a semejante “personaje”.
Quedó D. Eustaquio sumamente sorprendido por el origen de lo que había sido el comentario unánime en todas las conversaciones del pueblo y, de inmediato, le propuso a Terencio la solución a su padecimiento.
“¿Terencio, cuál es el lugar del pueblo que más te gusta?” Raudo y veloz Terencio contestó que el río a su paso por la cascada de Lekubatxe porque había mucha agua y también muchas truchas y una pareja de martín pescador que había criado ya sus primeros polluelos y porque a la noche viene a refrescarse el búho y porque… Aturdió Terencio a D. Eustaquio con los motivos que tenía para decir que era el sitio más bonito del pueblo. “Coge la chaqueta que quiero ver si eso que me dices es cierto”. ¡Vaya ocasión para hacer pira de clase de dibujo que nada gustaba a los chavales porque D. Venancio era un poco rancio con ellos!
No estaba lejos el lugar indicado por Terencio y a él todavía se le hizo más corto porque iba a enseñarle al cura del pueblo su tesoro más preciado. Por una vez, al menos una vez, él iba a ser D. Terencio y el alumno, Eustaquio. Tenía prisas por llegar a la cascada. Tal y como había dicho, allí estaba una hermosa cascada como una preciosa “cola de caballo”, podía verse a las truchas saltando en busca de sus bocados más preciados y, en una rama cercana al agua… allí estaba el martín pescador a la espera del descuido de algún bicho que poder llevar a las bocas hambrientas de su prole. Todo como el chaval lo había expresado. Tenía razón. Era un lugar paradisíaco.
Sentados los dos en un tronco aparcado por el agua de la última riada, D. Eustaquio le preguntó a Terencio:
- Cierra los ojos y dime que es lo que sientes ahora, pregunto el cura.
- Que me estoy perdiendo el espectáculo de la cascada, de las truchas, del pájaro más bonito,… Me estoy perdiendo una preciosa representación, respondió el chaval.
- Tápate los oídos y dime lo que sientes.
- Que ya no oigo el golpeo del agua al deslizarse por la cascada ni los cantos de los pájaros.
- Y, prosiguió D. Eustaquio con su interpelación, ¿qué has hecho tú para que exista este lugar… y para que tengas ojos y goces del espectáculo… y para que tengas  oídos para disfrutar de sus sonidos…
- Ummmm….. ¿Qué tiene que ver todo esto con el motivo de mi tristeza y pesadumbre?
Un poco de silencio por parte de D. Eustaquio y…, en voz baja y pausada, se puso en pie delante de su alumno, se acomodó la sotana, y le dijo:
- Solo cuando seas capaz de reconocer todos los regalos que recibes cada día, solo entonces, te encontrarás de bruces con Dios y te darás cuenta lo cerca que está de ti y lo afortunado que eres.
D. Eustaquio, pausadamente tomó camino a la escuela a terminar con su compromiso y Terencio quedó un rato largo gozando de “su” lugar con los ojos y los oídos bien abiertos y desmenuzando las palabras del cura del lugar.
………….
Al cabo de unos pocos días, D. Eustaquio y Terencio se cruzaron en los alrededores de la Iglesia del pueblo. El uno paseando sosegadamente mientras cumplía sus rezos del breviario y el otro corriendo tras un gato que había prometido que se lo iba a regalar a su tía porque los ratones habían acampado en su bodega. El consabido, y obligado, beso en el anillo y un guiño infantil fue todo lo que hizo falta para que los dos supieran que la tristeza había dejado paso a la felicidad infantil que nunca debió de desaparecer. No era necesario cruzar palabra alguna para agradecer la que con el paso de los años será una de las lecciones más importantes recibida en su vida porque Terencio será capaz de encontrar a Dios en cualquier lugar al que la vida lo vaya conduciendo.

1 comentario:

  1. Muy bonito el cuento, gracias Ritxar. ¡Hay tantas cosas y personas bellas en la vida... y que no se me ha ocurrido agradecer...

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