Era Terencio el quinto, y último, hijo de una de las familias
llamadas “sencillas”, por no llamarlas pobres, que tenían su humilde morada de
alquiler en los valles navarros enclavados en las estribaciones de los Pirineos.
Valles de costumbres recias y fuertemente arraigadas y espléndidos paisajes en
cualquiera de las estaciones.
Terencio había disfrutado de una buena educación formal. No
porque su familia habría invertido numerosos recursos en proporcionársela sino
por la bondad y magnanimidad de Doña Antonia que había dejado todos sus bienes
para educar y llenar el estómago de los más pobres del valle. Era la envidia de
los valles del pirineo porque al menos una vez al día los estómagos recibían
una dosis de “calor digestivo” y porque todos los menores, sin excepción podían
acceder a la cultura. Tan solo las familias tenían que hacer un esfuerzo, a
veces no pequeño: debían comprometerse a que sus pequeños fueran dos veces a la
semana por lo menos a las clases previstas y dejaran el cuidado del ganado u
otras labores encargadas a los más pequeños de las familias menos pudientes.
De hecho, Terencio era uno de los distinguidos asistentes
a la escuela, no solo porque asistía con bastante regularidad sino porque
aprovechaba el tiempo en ella y era considerado como uno de los aventajados del
grupo. Las materias sobre las que se hacía hincapié no eran otras que aquellas
que mínimamente aseguraban un mejor futuro a aquellas generaciones y en aquel
ambiente. Lecciones para aprender a leer de manera ágil, principios de
contabilidad mínima aplicada a la economía familiar, veterinaria básica, composición
y manejo de las herramientas y las técnicas utilizada en la selvicultura,…
Asuntos relacionados con la supervivencia diaria. Para asuntos más técnicos y
profundos había que asistir a otras escuelas a las que no todos los chavales
tenían el privilegio de poder acudir.
Sí es cierto que al tratarse de una zona acostumbrada a
convivir con el contrabando y el trapicheo con las localidades de la otra parte de
la frontera natural y política que suponían los Pirineos se cuidaba unas
nociones mínimas de las tres lenguas necesarias para el entendimiento con los
vecinos: el euskera, el castellano y el francés. Francamente, no se aprendían las lenguas pero sí se aprendía a chapurrear lo suficiente como para
entenderse. Suficiente.
Y fue voluntad de Doña Antonia que en esa escuela fuera
mimada la educación religiosa y cuidada la dimensión espiritual de la persona
desde pequeños. El párroco del pueblo, o el sacerdote organista, tenía un
puesto importante en la escuela y dedicaba algunas horas semanales a la
atención de quienes acudían a la escuela del pueblo. Se impartían clases
magisteriales sobre el componente religioso de todas y cada una de las
actividades de las personas, impartían la llamada “doctrina”, introducían el
latín como lengua de relación con Dios y, de paso, aprovechaban también ellos
para llenar la tripa que para todos eran tiempos de estrecheces.
En este ambiente sencillo, muy sencillo, vivía Terencio
con la alegría propia de un chaval de su edad aunque también con las limitaciones
propias de aquellos tiempos que hoy nos horrorizan pero que entonces... Era un
chaval de su pueblo, de su edad, de su condición pero, ante todo, un chaval.
Alegre, inquieto, amigo de sus amigos y curioso ante todo lo que se movía a su
alrededor. Un chaval más, con unas alpargatas un poco peores que los de sus
compañeros de tropelías pero querido por todos porque siempre tenía algo que
aportar al grupo de chavales que recorrían todas las esquinas del pueblo.
Estaba comenzando la primavera, y sin saber nadie muy
bien por qué, Terencio cambió de proceder. De ser un chaval jocoso y turbulento
en el pueblo pasó a no querer participar en la imprescindible búsqueda de los
nidos a vigilar durante el verano ni a jugar a “primis” en el frontón del
pueblo, ni… Pasaba demasiado tiempo solo en los soportales del ayuntamiento en
lugar de estar con el grupo de chavales haciendo correr el aro por los adoquines
de la cuesta de la panadería. Había muchos días que ni salía de su posada
familiar aduciendo que debía realizar trabajos nunca mandados ni por sus
progenitores ni en la escuela o que tenía dolores de tripas que le impedían ir
a corretear entre calles o… Siempre encontraba motivos para encerrar su tristeza
entre las humildes paredes de su casa.
Tristeza de Terencio que, como sucede en todos los
pueblos, no fue obviada por los demás vecinos y de ser un asunto conocido por
los chavales del pueblo pasó a ser comentario en todas las casas, en la espera
del fresquero que se acercaba un día a la semana o del afilador que anunciaba
su llegada con la llamada característica. Todo el pueblo sabía, y comentaba,
que a Terencio le pasaba algo raro. También en casa le encontraban diferente a
pesar de los esfuerzos del chaval por hacer una vida familiar lo más parecida a
la que hasta hacía un tiempo había sido habitual. Y, por supuesto, también D.
Eustaquio, el cura del pueblo, le encontraba diferente en los encuentros de
catequesis para preparar la primera comunión.
Era tan evidente la tristeza que varias vecinas le
pidieron a D. Eustaquio que parloteara con aquel chaval querido por todos. Y
así fue. Aprovechando que le tocaba impartir la clase semanal en la escuela, D.
Eustaquio llamó aparte a Terencio y le preguntó por su pesadumbre. En un
principio, el chaval quiso zafarse de la interrogación pero al final, y con la
expresividad propia de sus años, Terencio le expresó que el origen de su cambio
de estado de ánimo se debía a que por mucho que miraba no encontraba Dios por
ninguna esquina y eso que había oteado todos, absolutamente todos, los rincones
de casa y del pueblo. Mucho hablar de
Dios en la catequesis, en las misas dominicales y en la escuela pero… Dios no
aparecía por ningún lado y si era tan importante como escuchaba en todos los
sitios, y a todas las personas que él quería,… él no podía perderse conocer a
semejante “personaje”.
Quedó D. Eustaquio sumamente sorprendido por el origen de
lo que había sido el comentario unánime en todas las conversaciones del pueblo
y, de inmediato, le propuso a Terencio la solución a su padecimiento.
“¿Terencio,
cuál es el lugar del pueblo que más te gusta?” Raudo y veloz Terencio
contestó que el río a su paso por la cascada de Lekubatxe porque había mucha
agua y también muchas truchas y una pareja de martín pescador que había criado
ya sus primeros polluelos y porque a la noche viene a refrescarse el búho y
porque… Aturdió Terencio a D. Eustaquio con los motivos que tenía para decir
que era el sitio más bonito del pueblo. “Coge
la chaqueta que quiero ver si eso que me dices es cierto”. ¡Vaya ocasión
para hacer pira de clase de dibujo que nada gustaba a los chavales porque D.
Venancio era un poco rancio con ellos!
No estaba lejos el lugar indicado por Terencio y a él todavía
se le hizo más corto porque iba a enseñarle al cura del pueblo su tesoro más
preciado. Por una vez, al menos una vez, él iba a ser D. Terencio y el alumno,
Eustaquio. Tenía prisas por llegar a la cascada. Tal y como había dicho, allí
estaba una hermosa cascada como una preciosa “cola de caballo”, podía verse a
las truchas saltando en busca de sus bocados más preciados y, en una rama
cercana al agua… allí estaba el martín pescador a la espera del descuido de algún
bicho que poder llevar a las bocas hambrientas de su prole. Todo como el chaval
lo había expresado. Tenía razón. Era un lugar paradisíaco.
Sentados los dos en un tronco aparcado por el agua de la
última riada, D. Eustaquio le preguntó a Terencio:
- Cierra los ojos y
dime que es lo que sientes ahora, pregunto el cura.
- Que me estoy perdiendo el espectáculo de la cascada, de
las truchas, del pájaro más bonito,… Me estoy perdiendo una preciosa
representación, respondió el chaval.
- Tápate los oídos
y dime lo que sientes.
- Que ya no oigo el golpeo del agua al deslizarse por la
cascada ni los cantos de los pájaros.
- Y, prosiguió D.
Eustaquio con su interpelación, ¿qué has hecho tú para que exista este lugar… y
para que tengas ojos y goces del espectáculo… y para que tengas oídos para disfrutar de sus sonidos…
- Ummmm….. ¿Qué tiene que ver todo esto con el motivo de
mi tristeza y pesadumbre?
Un poco de silencio por parte de D. Eustaquio y…, en voz
baja y pausada, se puso en pie delante de su alumno, se acomodó la sotana, y le
dijo:
- Solo cuando seas
capaz de reconocer todos los regalos que recibes cada día, solo entonces, te
encontrarás de bruces con Dios y te darás cuenta lo cerca que está de ti y lo
afortunado que eres.
D. Eustaquio, pausadamente tomó camino a la escuela a
terminar con su compromiso y Terencio quedó un rato largo gozando de “su” lugar
con los ojos y los oídos bien abiertos y desmenuzando las palabras del cura del
lugar.
………….
Al cabo de unos pocos días, D. Eustaquio y Terencio se
cruzaron en los alrededores de la Iglesia del pueblo. El uno paseando sosegadamente
mientras cumplía sus rezos del breviario y el otro corriendo tras un gato que
había prometido que se lo iba a regalar a su tía porque los ratones habían
acampado en su bodega. El consabido, y obligado, beso en el anillo y un guiño
infantil fue todo lo que hizo falta para que los dos supieran que la tristeza
había dejado paso a la felicidad infantil que nunca debió de desaparecer. No
era necesario cruzar palabra alguna para agradecer la que con el paso de los
años será una de las lecciones más importantes recibida en su vida porque Terencio será
capaz de encontrar a Dios en cualquier lugar al que la vida lo vaya conduciendo.